Me hace mal
por Andrea Velarde
miércoles 28 de julio de 2021
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Me hace mal la luna. No sé. Me hace mal el 5%. Algo me hace ruido. La inestabilidad me hace mal. Me hace mal no saber qué es lo que sigue. Creo que sobre todo me hace mal el 5%. Es curioso que me haga tanto mal un número. No sucedía desde la prepa, cuando Física me hacía llorar. Toda una vida escolar sufriendo por los números y, cuando finalmente creo que he logrado alejarme de ella, llega este número. El 5% le gana a todos los números de mi vida. Fui muy ingenua, pensé que si íbamos al doctor el día del cumpleaños de mi mamá era porque iba a ser una consulta de despedida. Creía que esa iba a ser la ocasión perfecta para reconciliarme con mi cuerpo. Lo iba a perdonar por el susto para seguir siendo tan amigos como siempre, pero no. Todo indica que mi cuerpo no quiere ser perdonado. El doctor nos dijo que si tan solo se tratara de una cosa sería más sencillo, pero que mi situación era complicada.
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“Complicada” es una palabra que parezco tener tatuada. Marco fue el último en utilizarla cuando justificó su falta de responsabilidad afectiva, aunque esa es otra historia. Volviendo al doctor: amistoso y agradable, pero esperaba no verlo más. Tres nódulos y un quiste. Una gran variedad de habitantes en mi cuello: no los conozco pero los siento. Si fuera solo un nódulo la vida podría continuar con relativa normalidad. Una espera de seis meses, un ultrasonido en el Chopo para ver si el pequeño amigo no ha decidido mutar y eso bastaría. La supuesta opción más favorable no me hace gracia.
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Lo ideal sería no tener que volver a pisar la sala de espera del Chopo. Ni encontrarme a otra señora de sesenta años, entablar plática, descubrir que ambas tenemos habitantes en el cuello, que ella sonría y diga "estamos igual”. Disculpe señora, pero no quiero estar igual que usted. A mí no me produce la menor alegría saber que su cuerpo y el mío se encuentran en la misma situación. El suyo ha pasado sesenta años en la Tierra, el mío tan solo veintitrés. Por favor deje de sonreír, lo único que provoca es que me den ganas de llorar.
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Mi situación no es la mejor, pero tampoco es la peor. Supongo que debería estar agradecida por eso, pero la verdad es que no dejo de pensar en mi ideal: adiós doctores, adiós Chopo y adiós señora. La espera es mi situación. Esperar a ver si el quiste decide volver a crecer. Esperar para ver si hay cambios en los nódulos. Esperar para saber mientras lo que sucede dentro de mí es un secreto. A veces los escucho susurrar, los siento cuando deciden provocar calambres o arcadas. Lo triste es que no hablan lo suficientemente fuerte para saber si son habitantes inofensivos. Los malditos prefieren dejarnos adivinar.
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¿Y la biopsia?, ella iba a ser el punto final de este capítulo llamado "citas con doctores y otros sustos". La biopsia nos mostró la imagen de un nódulo y el quiste; una imagen general, un mal plano. Eso hace que el problema pueda ser un señor al fondo de la imagen con cubre bocas, paraguas y chamarra. No saber quiénes son los habitantes de mi cuello me hace mal.
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Recuerdo cuando el doctor nos habló de su existencia. También escuchar a una persona que quiero mucho decir lo más estúpido que ha dicho desde que lo conozco: "A ver si esto te sirve para aprender a controlar tus emociones”. Hay veces en que las frases pequeñas son las que más daño hacen, sin importar lo estúpidas que puedan ser. Intensa y complicada son dos palabras que no se enunciaron explicitamente, pero no descarto que se hayan encontrado insinuadas en la frase. Sí lo reconozco, soy intensa. ¿Y?, siento mucho, es mi don y mi maldición. Lo que más me dolió fue lo que no se dijo, pero que indudablemente se encontraba implícito en la frase: "tú culpa". Mis emociones son complicadas, tanto que llegaron a costarnos mil quinientos pesos por consulta. Gracias a los cielos por el doctor, sujeto tan simpático, que tuvo la amabilidad de informarme que mis emociones no eran lo suficientemente poderosas para crear habitantes en mi cuello.
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Tal vez lo que atrajo a los habitantes de mi cuello no fueron mis emociones. Quizás fue culpa de mi silencio, el vano intento de volverme el hombre de mi casa, seguir como si nada hubiera pasado, intentar que las cosas no fueran aún más complicadas para mi familia, pero sobre todo tal vez fue lo mucho que esquivé la pregunta: "¿Y tú cómo te sientes con lo de tu papá?". Hubo un momento en el que me perdí. Sentía que no podía estar lejos de mi casa por mucho tiempo porque algo malo pasaría. De la casa a la universidad. De la universidad a la casa. Renuncié a esa salida el sábado con los de la uni por miedo a que se repitiera. Algo podía pasar y yo no estaría ahí para ayudar. Con el tiempo aprendí que las cosas no paran y que yo no puedo arreglarlo todo.
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Hace mucho tiempo que no me sentía así. Desde las primeras audiencias, donde todo era nuevo, desconocido y sumamente inestable. Recuerdo mi insistencia por estar ahí y actuar como el hombre. Recuerdo especialmente aquella última, donde iban a dictaminar si lo vinculaban a proceso. No olvido esos descansos para ir al baño, la imposibilidad de evitar a las víctimas. Recuerdo la forma en que se callaban cuando se daban cuenta que yo estaba ahí. No olvido a la mamá con la que me topé un día cara a cara: las dos buscábamos ir al lado contrario, se quedó estática viéndome. Recuerdo cuando los abogados nos advirtieron que sería vinculado y que no debíamos hacer ningún escándalo, porque si lo hacíamos nos sacarían de la sala. Callada. Escuchando. Pensando y sintiendo mucho, pero sin decir nada. Me hizo mal.
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La inestabilidad te obliga a buscar algo a lo que aferrarte. Cosas, situaciones, pero sobre todo personas que sean una constante y que te den esa estabilidad que tu cuerpo quiere robarte. En este proceso, algo que me ha ayudado es El cuerpo en que nací de Guadalupe Nettel. Los libros son objetos inanimados, sin embargo, tienen la capacidad de hablar cuando llegan a las manos correctas… me decidí a habitar el cuerpo en el que había nacido. Decidí apropiarme de esa línea que aparece en una de las últimas páginas del libro, una promesa conmigo misma. Me aferro a eso.
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Me aferro a los sábados en que visito a mi padre, a la normalidad y al mundo paralelo que se desarrolla detrás de las rejas. No importa que tan malos sean algunos días, cada quince días tengo los sábados para compensarlo todo. Disfruto de la comida, de ver otras caras, del basquetbol, de la discusión literaria, del fútbol, pero sobre todo me encanta poder estar con mi papá. Es un tiempo que se encuentra entre paréntesis en la semana, nada suele tocarlo.
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Me aferro a mis amigas, a las pláticas por Whatsapp, a las videollamadas donde ya no importa que estemos despeinadas y en pijama, a las oportunidades que tenemos de vernos, a las sesiones virtuales de maquillaje para tomar una foto y después irnos a dormir. Se han vuelto una roca, un lugar seguro al que puedo recurrir, donde también me dicen la verdad y me ayudan a ver a mi cuerpo con ojos más amables. Disfruto las pláticas de luna con aquel agradable sujeto con el que la vida misma se vuelve arte. El tiempo no ha sido mi mejor aliado para hacer todo lo que quiero hacer. El tiempo no alcanza, se burla de la curiosidad y del deseo de más pláticas de luna. Y aún así, sólo sé que a lo que me aferro es a lo que sí me hace bien.
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