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La sonrisa de Duchenne

por Danhia Montes

miércoles, 21 de septiembre de 2021

De esos meses conservo un malestar entre las costillas. Un pinchazo profundo que se repite cada vez que veo mujeres que llevan un pañuelo en la cabeza.

Mariana Oliver

 

Sobre mi escritorio tengo una fotografía de mi madre. Ella observa directamente a la cámara. Su rostro sugiere la sonrisa de Duchenne.

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Durante mucho tiempo guardé, bajo división arbitraria, las fotografías en dos cajas de cartón mal conservado; sin embargo, la última mudanza y la humedad del nuevo departamento hicieron imposible su permanencia en tal modo. Vinieron a encontrar lugar, entonces, en una caja de plástico transparente y con tapa azul. Todas las imágenes que ahí se hallan distan de ser recientes y es notorio cómo el lapso entre una y otra se volvió mayor según transcurría el tiempo.

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Intento reconstruirme a través de un álbum fotográfico. Poco a poco voy seleccionando las fotos donde aparezco con mi hermana, mi padre o mi madre. Siempre en disyuntiva, nunca de manera coordinada.

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A las imágenes elegidas las coloco en un pequeño álbum según si el criterio cronológico de estatura es proporcional a edad –no encuentro obstáculo dado que, para la época en la que dejé de crecer, ya nadie tomaba fotografías.

 

Entre los cuatro y cinco años mi gesto se modificó: comencé a mirar fijamente al lente sin entrecerrar los ojos cuando sonreía. Para darle sentido al cambio, busco notas o diarios que descubro inexistentes. Lo único que encuentro es una boleta de calificaciones.

 

En el comentario de septiembre del 2000, se lee: “apoyar para que la alumna no acumule tantas inasistencias”. Un mes después, a modo de cita: “una vida fácil no prepara para enfrentar las dificultades de la vida”. Entonces iba en preescolar.

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Accidente y Sustancia: Conceptos que se utilizan en la metafísica para indicar cómo cambia el mundo. El accidente se refiere a todas aquellas cualidades y características de una cosa que cambian y están sujetas a modificación, mientras que la sustancia es lo que permanece a través del cambio. A partir de esta distinción la metafísica señala que lo que realmente existe es siempre la sustancia, sobre la cual reposan distintos accidentes.

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¡Experimente su historia familiar como nunca antes! [sic]”. El texto de bienvenida se acompaña por la imagen de una mujer de mediana edad, en blanco y negro y con peinado alto.

 

Tomo la fotografía de mi madre y la escaneo. Durante los 30 segundos que se tarda en subir al sitio espero bajo la promesa: “Estamos animando su foto... Esto puede tomar un tiempo, pero los resultados serán increíbles”.

 

De pronto mi madre sonríe y mueve los ojos de arriba abajo, ladea los labios, pestañea. Por momentos parece que va a decir una palabra pero justo en ese instante la animación se repite. Presiono play varias veces hasta que el engaño pierde efecto: sus dientes se deforman, los ojos no responden con naturalidad, las arrugas en su frente no se mueven cuando deberían.

 

Segura de que la animación elegida no es la que corresponde, intento la #2 y #3; aun así, lo obvio del espejismo permanece. Doy clic en la #4, me convenzo de que no habrá falla pero “Disfrute del acceso ilimitado a Deep Nostalgia™ y a otras funciones. Comience su Prueba GRATUITA de 14 días". Acto seguido aparecen casillas en blanco para ser llenadas con mis datos bancarios.

 

Mientras tecleo mi número de tarjeta, Pedro me interrumpe: es hora de comer. Cierro la laptop. Ambas volvemos a la estática.

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Las fotos más antiguas que conservo son de mis abuelos paternos: el tono sepia colorea a gente que nunca conocí. De aquellas que le debieron pertenecer a mi madre –encomendadas a ella a través de mi abuela– se ha perdido todo rastro. Su memorabilia familiar no existe en mi casa.

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Quizás en su muerte mi padre vio la oportunidad de desocupar parte del espacio visual que nuestros ojos mantenían. O quizás cuando mis tías vinieron a repartir lo que de ella había quedado, en un impulso casi mecánico –como si lo hubieran visto muchas veces antes en algún film de drama–, decidieron poner en el suelo las fotografías que mi madre –por ser la mayor de todas– resguardaba. Poco después nos observaron a mi hermana y a mí y concluyeron que, de tan pequeñas, no éramos aptas para preservar el archivo.

 

Se llevaron las imágenes, igual que su ropa, alhajas y zapatos.

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De mi infancia he encontrado ráfagas de cinco fotos casi idénticas, pero de la época en las que estoy cerca de los trece años, sólo hay fotografías aisladas y en las que nunca falta quien sale con los ojos cerrados.

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El Universal General establece que todas las lenguas son traducibles entre sí. Los parámetros en los que se concreta este principio, sin embargo, varían.

 

Así, entre cada una de las lenguas se pueden encontrar faltas de equivalencia semántica: ya sea por la naturaleza léxica o por cuestiones de idiomaticidad. Como ejemplo de lo anterior se puede mencionar al vocablo galés hiraeth, que se refiere a extrañar algo que ha dejado de existir –sólo existe en forma de recuerdo o evocación–. Dicho espectro de nostalgia puede relacionarse, a su vez, con un lugar, una persona, una época o un estado.

 

Si bien dentro de las lenguas romance se puede encontrar cierta similitud con el saudade portugués, en español no existe una palabra para su traducción literal. El término que más se le asemeja es, por lo tanto, el sustantivo añoranza. No obstante, este último va a diferir del primero porque no implica sentir que, con ese recuerdo, se ha perdido el hogar, la patria o identidad.

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Dentro de la caja de plástico hay una bolsa arrugada de papel amarillo: “Foto Zarmex. Para mejores fotos: Kodak Express”. En ella hay 3 bolsas pequeñas de plástico con cinco tiras negativas respectivamente. Ninguna está en su versión impresa.

 

Tomo una para verla a contraluz y, cerrando el ojo izquierdo, observo la secuencia: Cuadro 1: Mi padre carga a mi hermana en sus piernas, ve de reojo a la cámara. El lugar es un comedor.

 

Cuadro 2: Yo sobre las piernas de mi madre. Ambas estamos detrás de un pastel de cumpleaños. Es claro que nos hemos detenido, por un momento, para que tomen la fotografía. Cuadro 3: Yo sobre las piernas de mi madre. Ambas estamos detrás un pastel de cumpleaños. Se incluye, ahora, uno de mis primos: me tapa la boca para evitar que le sople a las velitas del pastel. Cuadro 4: Yo sobre las piernas de mi madre. Ambas estamos detrás de un pastel de cumpleaños, es suyo. Mi madre le sopla a las velitas del pastel. Yo no hago el intento por adelantarme. Cuadro 5: Fotografía familiar de pie. Mi abuela en el centro: sus hijos, yernos, nueras y nietos, a lado. No se distinguen los rostros.

 

Actualización al día de hoy: cuatro nietos más, dos divorcios, una muerte.

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En una fotografía mi hermana y yo estamos frente a la tumba de mi abuelo materno. En el reverso se lee: 12/99. Yo tengo cuatro y ella, seis.

 

Como si de una premonición se tratara, al año estaríamos visitando, ahí, a mi madre.

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A veces veo fotografías y no me reconozco.

 

Cuando eso ocurre, intento acabar con la disociación mediante la reconstrucción mental de los días en que fueron tomadas. Soy capaz de mantener la atención sobre mis recuerdos pero nunca tengo la certeza de que se corresponden con la realidad –ya muchas veces me he encontrado con varias versiones de los mismos–.

 

El caos del que hablo no atañe tanto a la naturaleza del pasado como a la de la lejanía –esta última es interminable y permanente–: mi extrañeza nace de que el rostro y el cuerpo de esas imágenes, que para cualquiera se asumen como míos, me dejaron de pertenecer con el cambio. Las fotografías ponen en evidencia que en mí se encarnó el aroma de un cumpleaños familiar, la tierra húmeda de los panteones, la mano de la mujer que solía sostener al cruzar la calle. Al verlas en retrospectiva se vuelve imposible encontrar otra cosa que la mera evocación de algo que de tan lejano, parece ficticio.

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