La huída del silencio
por Denisse Vázquez
martes 6 de julio de 2021
Dejó de usar el teléfono cuando su practicidad se vio en desventaja frente al celular. Aun así, el miedo a que algún día alguien importante le llamara y se enterara de la inexistencia de aquel número lo mantenía pagando una cuota de doscientos pesos al mes. Esta vez, Antonio Gómez recibió una llamada que, al no ser contestada, culminó en un mensaje: “Buenos días, llamamos del banco Robles para comentarle que hemos notado que el saldo de su tarjeta ha sufrido varios movimientos drásticos en los últimos meses. Queríamos confirmar si usted los realizó, Don Antonio.”
El final de la oración abrió sus ojos; el ¨Don¨ causó un sismo en sus pensamientos. Se preguntó desde hacía cuánto la gente sentía la necesidad de llamarlo ¨Don ̈. Lo realmente sorprendente era que había abierto los ojos; a las ocho menos quince su cerebro dejaba de trabajar para él. “Fallé hasta en lo único que el hombre hace bien: morir”, pensó mientras trataba de entender por qué no había elegido otro método más efectivo, aunque en realidad lo tenía muy claro. Temía ser juzgado aun después de muerto. ¿Cómo es que una sobredosis era más digna que una bala en la frente? Solo él lo sabía. La debilidad de Antonio permanecía, y eximirse de la responsabilidad de su propia muerte le otorgaba una especie de tranquilidad. ¿Acaso la mirada inquisidora de la gente sería capaz de juzgar a un hombre cuya única emoción verdadera le causó la muerte?
Sin embargo, lo atormentaba imaginar los murmullos que el suicidio podría acarrear.
¨Pobre hombre, ya me lo imaginaba¨, diría su vecina con lástima.
¨¿Qué le quedaba? Ni mujer, ni hijos, ni nada que hacer; la tristeza se le notaba en los ojos¨, respondería Josefina, apenada por el desdichado hombre.
Situaciones imaginarias se acumularon en su memoria futura y comenzaron a desbordarse en forma de terror. Intentó mover los brazos, pero nadie le avisó a su cuerpo que no habría de morir en ese momento.. Intentó gritar, pero los gritos se le atoraron en la garganta y deseó con ansias morir asfixiado por ellos; desafortunadamente, no tardaron en desvanecerse.
Antonio vuelve a intentarlo pero no hay éxito aparente, y las ideas se estrellan en su cabeza, haciéndole saber que está condenado a una calma superior a la que vivía cuando tenía el poder sobre sus movimientos.
Pero qué iluso, ¿acaso creía que, aun si se suicidaba, alguien encontraría su cuerpo?
“Seguro serías devorado por las hormigas antes de que cualquier persona se preguntara por ti”. Más de esas palabras que se le quedaban en la garganta y, aunque Antonio se había acostumbrado hacía tiempo a las situaciones estáticas, ¿había algo más terrorífico que el rimbombante silencio en el que ahora se encontraba? Quizá sí, el estruendoso silencio en el que se halló siempre. Los días sin gente, las noches sin grillos, los rayos a los que el sonido nunca alcanzaba, las habitaciones vacías que encapsulaban el silencio y no lo dejaban salir. Esa era la vida de Antonio.
En el golpeteo del reloj se condensaron sus pulsaciones: uno, dos, uno, dos. Trataron de clavársele en el oído, pero aquello no detuvo el silencio que se expandía por los ciento ochenta grados que sus ojos alcanzaban a cubrir. No hay aceleración ni retardo, el corazón se coordina perfectamente con el del segundero, uno, dos, uno, dos. Gritos que no salen carcomen la habitación, las piernas pasmadas intentan patalear en un intento de salvación, lágrimas que se quedaron a nada de salir le nublan la vista y la calma lo sigue rodeando, la fe comienza a escapársele por los oídos atrofiados. Pero entonces algo distinto ocurre, su pulsación se retrasa. Es ahí cuando Antonio vislumbra una esperanza, cuando su corazón deja la coordinación con el reloj y despacio le otorga a éste la posibilidad de tocar al unísono, deleitándolo con un crescendo. ¿Será que ahora, en la muerte, habrá por fin de descansar?
Los ojos se le van cerrando y el sonido del reloj es devorado por un silencio ensordecedor.