In [habita] ble
por Regina Checa
jueves, 17 de septiembre de 2020
Hay una taza de té en el escritorio. Vacía, con la bolsita ya seca agarrada del asa. A su lado, un termo metálico del IMPI con el fondo ennatado, la tapa manchada; hace dos semanas que no se lava y es su estado natural tener restos de café con leche. La máquina de escribir, también en el escritorio, tiene una pátina de polvo y la hoja que se encuentra puesta en ella está amarillenta, doblada, con un texto sin terminar. La silla, que no hace juego con ninguno de los otros muebles del cuarto, es inhabitable. Suéteres y chamarras y pantalones y blusas sobre su respaldo, pinturas y un par de cuadros inacabados en el asiento. Un estuche de violín cuelga debajo de la ropa: no se ha abierto desde marzo y al instrumento que contiene deberían de habérsele cambiado las cuerdas hace más de un año.
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Hay una cama destendida con sábanas turquesas que tienen más hoyos que tela y hay un sillón turquesa, también que se encuentra invadido usualmente de papeles y de trabajos y de pintura. Hay plantas que la mitad del mes mueren de sed y la otra mitad mueren ahogadas, pero que, con la lealtad propia de los olvidados, crecen y florecen sin importar su situación. El polvo que tiene todo invadido también recubre el venado que hace tantos años se suponía que era un animal espiritual y que ahora está comido por el sol. Los libros son lo único limpio, lo único ordenado a pesar de que desbordan por mucho la capacidad de los dos libreros que los acogen. Si los abres, sangrarán tinta azul y la voz de quien habita entre sus letras.
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El techo tiene las huellas de sus pies sucios y, en un intento de burlarse de la situación, también hay pintada con acrílico negro una huella entre la mugre. Todas las paredes, como los libros, rebozan de palabras escritas en cien tintas diferentes, intentando demostrar que hay alguien que vive entre estas cuatro paredes blancas. Sus lentes tienen manchas y pestañas y marcas de agua y de té y de café; están rayados por el uso y la falta de cuidado. Todo es un muladar en su vida, en su mochila, en su cabeza. Todo parece ordenado y luego abres el clóset y habrá una caja escondida que guarda cigarros y una onza de marihuana que nunca se fumó con sus amigos y la pomada para tatuajes: algunas de las cosas secretas que no se atreve a admitir dentro de las paredes de su hogar.
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Ilustración de Ana de Régules
Esconde muchas cosas. Esconde su propio cuerpo, su propia mente, todo guardado en una caja que ni siquiera puede recordar que existe hasta que va en busca de algo más. Esconde todo lo que alguna vez le hizo daño, esconde las palabras que se le atoraron en la garganta, los aspectos de su ser que otros han rechazado; todo va debajo de los zapatos, detrás de una maleta. Que nadie, ni por equivocación, lo encuentre, aún si es lo que están buscando.
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Así como una fina capa de polvo invade su habitación, las maldiciones revolotean entre sus pensamientos. Palabras, frases y pensamientos que, si salieran a la luz, rivalizarían con el ruido de fondo de La Merced. Hay daydreams, pequeñas ventanas a realidades alternas que, aunque duelan, superan por mucho esta, mezclados con comentarios poco favorables para las personas que invaden su espacio vital, por más que esas personas sean de su completo agrado, de su completa confianza o de su completo cariño. Lavar los platos, barrer, hacer las cosas a las cuales no acostumbra, todo despierta una respuesta cortante, con un tono insufrible, si viene con una petición de los otros, o como una orden.
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Luego está esa insana obsesión, ese gusano que no le deja jamás, decirle a los otros que laven las cosas, que se pongan cubrebocas, que se desinfecten, que recojan la cocina. Órdenes, órdenes, órdenes. Que salgan de su boca y no de la de nadie más porque si no se enoja, su pulmón, o su tráquea, se comprime y entonces siente un asco que no sabe si es por su propio ser o por el de aquellos que se han atrevido a decirle qué hacer. Tal vez es porque es lo único que puede controlar, el estado en el que están las cosas que le rodean, las cosas fuera de su cuarto, ese espacio que ha hecho por su propia cuenta, inhabitable. Hay un espejo entre no querer habitar tu propio espacio y no querer habitar tu propia cabeza para no tener que ordenar todas las cajas que inevitablemente vas a tener que abrir si empiezas a hacer limpieza.
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Y luego están los silencios. Los silencios cargados de enojo y los silencios para disimular verdades y los silencios cargados de no sés, y los silencios a la persona que creyó amar porque no puede ni admitir que ya no le quiere, que tal vez nunca le quiso, que esa ocasión en la que en el techo de un convento en Oaxaca creyó ser libre y él le empujó de juego hacia la orilla y se sintió caer… Esa y otras veces que él le hizo llorar por crueldad hacen que él también encuentre un lugar en las cajas dentro del clóset de su mente y también se le acumule una fina capa de polvo porque tal vez no puede perdonarlo y prefiere no tratar con esos problemas, no decirle que se vaya de su vida, prefiere darle largas y silencios muy parecidos a las veces que no canceló planes, pero tampoco fue y puso excusas para su inasistencia. Los silencios en los que el venado y todos los otros alebrijes se rompieron, porque ninguno quedó sin daño, ninguno fue impasible al tiempo, porque todos ahora acumulan polvo y están comidos por el sol porque la promesa que representaban, la magia que los hermanaba, se disipó, como todo lo hace eventualmente.
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Los silencios le han permitido escabullirse de muchas situaciones incómodas, tal vez acompañados con unas lágrimas de cocodrilo porque la conversación demandaba que sintiera algo que sólo podía fingir pobremente que sentía. Los silencios dan paso al polvo, a las motas danzando en un rayo de luz, a un interminable día que no quiere dar paso a la noche por sus sombras inhabitables.
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