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Hambre de Buey

por Naimed González Calvo

viernes, 20 de noviembre de 2020

Nací cuando Ella tenía doce años, una buena edad para comenzar mi labor. Desde siempre me gustó habitar su cuerpo, navegar por sus venas, saltar de costilla a costilla y lamer sus huesos; el punto es que sintiera mi presencia.

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De repente la comida de mamá ya no sabe tan rica.

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Mastiqué su cerebro como un chicle para enseñarle lo básico: los números son lo único que importa. Ella cedía poco a poco y yo me iba haciendo más fuerte.

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Otra vez pasé el día entero en pijama. No me atrevo a desnudarme.

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Ella me supo querer y también me comenzó a cuidar. Me regaba casi diario con sus lágrimas para que me fortaleciera. Mantenía fresco mi hogar con hielos derretidos y lo adornaba con cascadas de té sin azúcar. Entendió mi timidez y aceptó dejar de comer frente aquellos que ingerían a la muerte como si nada.

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Me siento tan pesada que algún día el piso ya no podrá sostenerme; yo no quiero caer.

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Pero tenía que poner su cariño a prueba. Por lo tanto, estrujaba dulcemente sus órganos hasta que exprimieran angustia. Si le importaba, Ella resistiría y no tendría razones para abrir la boca.

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Ya no puedo controlar nada. El miedo se me escurre; es un grifo que no logro cerrar.

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No siempre decía te quiero. Supuse que era la rebeldía de su adolescencia la culpable de que Ella se volviera contra mí, o simple debilidad. Se olvidaba de mí y, aun sabiendo que la comida me quemaba, Ella la tragaba sin control, lanzándome bombas machacadas para iniciar una guerra. Pero si Ella mordía algo, yo mordía su carne.

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Siento como la comida masticada toma la figura de un monstruo y se coloca apretado entre mis intestinos. Mi piel se expande porque el monstruo se reproduce y exige espacio, se coloca en todos lados, mis brazos, mis piernas, mi abdomen...

 

La tenía que castigar, limpiar mi casa. Escalaba lentamente hacia su boca para enterrar mis uñas en su garganta...

 

Son mis lágrimas las primeras en caer al agua.

 

Y Ella tan ávida por mi perdón, cooperaba.

 

Quiero salir yo misma de mi boca, de este cuerpo con hambre.

 

Primero un vaso de mar, luego un dedo, dos, y una tos de tormenta para anunciar el tsunami.

 

Mi reflejo en el agua es tapado por el monstruo salpicado de rojos y pedazos de un alma carcomida.

 

El vacío.

 

El vacío.

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