Dreamliner: Un clip en forma de avión
por Jordi Hernández
miércoles, 17 de febrero de 2021
Cuando despertó, miró el celular y se enteró de que había ganado el avión presidencial. Mareado, se tumbó de vuelta en la cama. Mientras miraba el techo, se sentía flotar: apareció el rostro de Liliana, boquiabierta y con las palabras atoradas en la garganta.
Desgraciada, ¡ahora sí que iba a lamentar haberlo cortado para irse con aquel fulano hacía veintitrés años! Al dejarlo así, tan abandonado, le arruinó la vida: por culpa de ella se desengañó del amor, no se casó ni tuvo hijos y permaneció sin tener avance de ningún tipo. Luego, nadie nunca se fijó en él.
Los responsables verificaron que había ganado el «José María Morelos y Pavón», en una coincidencia que solo el destino puede ajustar: él, José, cuya mamá se llamaba María, ahora era el dueño de un precioso Boeing 787-8, Dreamliner. Bien pronto, las cámaras lo rodearon, los micrófonos del mundo entero querían escucharlo. Fue el centro de un acto protocolario transmitido en vivo ante la nación, ante el planeta; caras famosas, miles de flashes. En el firmamento hay menos estrellas. Todos querían juntarse con él, tan popular, el Pepe. La vida loca. Súper chidísima la fama.
El domingo en la noche, por fin pudo regresar a su cuarto, exhausto de tanta fama. El anhelo secreto era que Liliana se manifestara en los próximos días.
​
Unos golpes en la puerta lo despertaron el lunes a mediodía. Al salir, un tipo malencarado, enviado por Hacienda, le dijo de sopetón que debía cubrir un gravamen especial sobre premios 21 Entre Líneas • Narrativa del veintiocho por ciento. Como el avión estaba valuado en 138 millones de dólares, la retención rebasaba los 718 millones de pesos. El hombre se fue. José se quedó extrañado. Decidió hacerse unos huevos estrellados.
​
​
Mirada, 2020 de Pilar Bedoya Gómez
Mientras limpiaba la yemita del plato con un pedazo de bolillo, volvieron a tocar. Un tipo muy serio se presentó como trabajador de Banobras y le comunicó que debía finiquitar una deuda pendiente desde la compra del aparato, de 39 millones de pesos. Apenas ponía el plato en el fregadero, tocaron nuevamente. Entonces era un hombre que trabajaba en el aeropuerto, con el recado de que en ocho días debía pagar la renta del hangar, de tres millones de pesos. Luego llegó otro sujeto a ofrecer un servicio de mantenimiento preventivo, por solo cinco millones. Se recontraechó en la cama. Tenía el cabello erizado y la boca seca. El corazón quería romper el huacal de sus costillas. Todo era surreal. Otra vez tocaron a la puerta y se le empaparon las axilas: ¿Quién sería?
Era su cuatazo, El Pestañas, que se lo llevó de vuelta a la calle. Se fueron a echar unos tacos al pastor y a platicar de la envidia que consumía a todo el barrio. José habló sobre los gastos, con nerviosismo. «Pos vende el avioncito», rio Juan. Venderlo, exactamente como no lo había logrado el Estado en más de un año. Caray, lo único acariciante eran los cachitos de piña y la salsita de chile de árbol. Y de Liliana, ni las luces. ¿Acaso no era ni tantito interesada?
​
«¿Y si regreso el billete?», empezó a preguntarse José. Consideraba dejar correr el gas por las hornillas de la estufa, cuando nuevos golpes en la puerta lo asustaron. Abrió. Era un jovenazo de tez morena y barba muy cerrada, con los párpados oscuros y los labios gruesos, vestido con muchas telas blancas, a la manera árabe. En un pésimo español se presentó como Abdel Azim, asistente de un Ajá-nosequé, que ofrecía 55 millones de dólares por el Dreamliner. José cayó al piso.
​
Al despertar, su mamá alternaba entre apretar un trapo con un hielo en el chipote de la frente de José y abanicarle el rostro. «Di que sí, ¡di que sí!», le rogaba. «Pues clarines que yes, jefecita».
​
​
¿Dormido?, 2020 de Pilar Bedoya Gómez
Con una esperanza de libertad, José firmó y firmó papeles. Al concluir el trato, Abdel Azim lo invitó a tomar unos tragos al antro de moda, Dante’s inferno. José se puso muy platicador: «Creí que esto sería lo máximo. Ahora solo quisiera: uno, cubrir los gastos del avión; dos, irme lejos y, tres, llevarme a mi jefecita». Con emoción, Adbel Azim exclamó: «Los tres deseos, ¡concedidos!, amigo», y descubrió su cabeza para dejar libre una sensual cabellera rizada que cayó sobre sus hombros en cámara lenta. José quedó impresionado por el verde aceituna de aquellos ojazos árabes, que chispeaban con genialidad. Se besaron apasionadamente.
Llenaron el tanque de la mejor turbosina y pagaron con un portafolios que contenía un millón 522 mil pesos. María miraba desde la ventanilla del avión, abrazando una bolsa china con un estampado de Frida Kahlo. Con nostalgia por dejar su patria, también estaba emocionada de acompañar a su hijo en aquella aventura definitiva. Vestido de blanco, José entró a la cabina, de la mano de Abdel Azim. Estaban radiantes. En trece horas estarían en Frankfort para cargar combustible y hacer los últimos trámites. Luego partirían hacia el final de su destino: las suaves arenas de una península desértica.
​
Allá comenzaron una nueva vida, sin luces ni aspavientos. María gozó sus últimos días en la frescura de una tienda ataviada con los más bellos tapetes persas, comiendo platillos exóticos y postres de dátil. José recordó mejor los hechos de la vez en que Liliana lo cortó por mujeriego, de cuando —terminó por creer— hizo bien en comenzar otra relación con un cuate que sí le correspondió, mientras él se quedó sin poder tomar rumbo en mucho tiempo… pero con el avión presidencial siempre tendría que haber volado en alguna dirección. Dos lágrimas saladas cortaron sus mejillas. De pronto, sintió una mano solidaria sobre su hombro y se llenó de consuelo. Las dunas estaban magníficas y Abdel Azim era el sol rojo del desierto. Deslumbrante happily ever after. Dreamliner.
​
​