Bajo la Pluma: Amparo Dávila
por Paula Ortiz Ayala
miércoles, 2 de diciembre de 2020
Han pasado apenas unos meses desde la pérdida de una de las grandes voces de la literatura mexicana. El 18 de abril del 2020 falleció Amparo Dávila, poeta y cuentista destacada no solo por su amplia trayectoria, sino por ser considerada pionera del cuento fantástico en la narrativa mexicana. Es imposible, sin embargo, encasillar la obra de Dávila dentro de este género, ya que su universo narrativo va un paso más allá, relatando los matices de la realidad cotidiana desde los márgenes de lo insólito.
Amparo Dávila nació el 21 de febrero de 1928 en Pinos, un pequeño pueblo minero ubicado en Zacatecas. Su infancia transcurrió entre la curiosidad innata de la autora y su condición de niña enfermiza, que la convirtieron en una ávida lectora. Los primeros acercamientos a la literatura ocurrieron durante la exploración de la biblioteca paterna. Durante estas expediciones encontró, entre muchas otras obras, una edición de La divina comedia ilustrada con grabados del artista Gustav Doré: este descubrimiento marcó el inicio de una íntima relación con el miedo, la cual fraguó con cautela, pero también mucha certidumbre, y que resultó clave para su producción literaria. La formación religiosa que recibió durante su infancia y juventud la encaminó hacia una de sus fuentes primigenias de inspiración: El cantar de los cantares, traducido por Fray Luis de León. La lectura de esta obra resultó en sus primeros salmos, publicados en las revistas Estilo y Ariel.
Salmos bajo la luna, la primera publicación poética de Dávila, aparece en 1950. Le siguieron los poemarios Perfil de Soledades y Meditaciones a la orilla del sueño, publicados en 1954. La poesía es quizá la faceta menos conocida de la escritora, pero no por ello menos importante: su producción poética destaca por una voz melancólica que canta a la soledad y a la tristeza, hilvanándoles entre espejismos de su pasado y un despliegue onírico de la naturaleza.
Durante la década de los cincuenta, Dávila decidió mudarse a la Ciudad de México para cursar sus estudios universitarios. Allí trabajó con el escritor y diplomático Alfonso Reyes, quien le sugirió escribir en prosa. Tiempo Destrozado, su primera antología de cuentos, fue publicada en 1959. La obra, a pesar de su modesta difusión, fue muy bien recibida tanto por la crítica como por el público, llegando incluso a manos de Julio Cortázar, quien aclamó la maestría de la joven escritora. Posteriormente publicó otras dos de sus obras más destacadas: Música Concreta, en 1964, y Árboles petrificados, que le valió el Premio Xavier Villaurrutia en 1977. Dávila recibió múltiples reconocimientos por parte del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura a lo largo de su trayectoria por su innegable influencia en escritores y escritoras de nuevas generaciones con interés en explorar lo desconocido a través de la literatura.
En algunos de sus cuentos más reconocidos como Alta Cocina, El huésped, La señorita Julia, Moisés y Gaspar o El espejo, Dávila utiliza la ambigüedad en lo que aflige a sus personajes para despertar en el lector un terror proveniente de las profundidades de su propia imaginación, imbricado en los universos narrativos que construye utilizando la realidad como punto de partida.
Estas escenas cotidianas ocurren en espacios privados, o aparentemente seguros, que la autora subvierte con la incertidumbre provocada por lo desconocido. Los elementos descomunales en su obra posicionaron a Dávila bajo el ojo público como pionera del género fantástico al cual, sin embargo, nunca pretendió ceñirse. La autora construye cotidianidades íntimas desde una mirada insólita, y a veces terrorífica, explorándolas desde la interpretación de una realidad solitaria, confusa e incluso violenta, con la precisión de una flecha que surca los aires y da justo en el blanco.