Amor Propio
por Rozatl
sábado, 30 de enero de 2021
Nunca me enseñaron a amarme a mí misma, tuve que aprender sola.
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Todo comenzó en mi inocencia e ignorancia. Recuerdo ese día perfectamente, ya que fue la primera caída que dejó una cicatriz en mi cuerpo. Jugaba con mis amigos, pretendíamos que alguien era el perseguido y los demás eran los perseguidores. Yo era la presa. Solía correr bastante rápido, pero los demás eran más ágiles que yo. Traté de escapar saltando una barda de metal, no obstante, la carne de mi pierna se rasgó con un fierro que se asomaba. Recuerdo la sangre y el dolor, pero no me asusté. Más bien, estaba impactada con todo lo que salía de mi cuerpo, ¿tenía toda esa sangre dentro?
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Mis padres me llevaron al hospital, donde suturaron mi herida. Ya en casa, no dejaba de mirarla. En ese momento, la obsesión comenzó. Todos los días, a todas horas, miraba esa línea que sobresalía de mi piel. Observaba cómo cambiaba de color y de textura cada vez que se removía el vendaje. Estaba fascinada con lo que mi cuerpo podía hacer.
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Después de que me quitaron los puntos que aprisionaban la herida, se formó una dura costra. El día en el que ella se levantó, queriendo abandonar mi cuerpo, sentí miedo. Quería que se quedara conmigo para siempre, nos habíamos hecho buenas amigas. Sin pensarlo mucho, arranqué mi costra y me la comí; llegué a la conclusión de que así, sería parte de mí lo que durara mi vida. No tenía mucho sabor, pero disfruté mucho morderla con mis dientes frontales. Era como una carne seca, un poco salada, pero que me hizo sentir bien, como cuando uno come su platillo favorito, hecho por mamá.
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Quebrada, 2016 de Pilar Bedoya Gómez
Mi manía creció. Ya no sólo consumí mi carne muerta, sino también mi carne viva, como los pequeños pellejos que se desprendían de mis dedos y de mis labios. Su textura es muy diferente que la de las costras. Son más difíciles de masticar, se parecen más a los cueros de los animales, como gomas de mascar. Sin embargo, mi apetito ambicionaba más.
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En una ocasión, mientras mi madre calentaba el aceite para freír, sentí el impulso de meter la punta de uno de mis dedos en ese hervor —tal vez uno que no usara tanto—, dejarlo cocinar un poco y comerlo. No obstante, imaginé lo que pasaría después: Mi madre, al oler el delicioso aroma de mi carne frita, preguntará ¿qué huele tan bien? Entonces caminará hacia la cocina y mirará con horror lo que hago. Gritará. Tratará de curarme con ungüentos y agua fría, pero será demasiado tarde. Me regañará, me juzgará. Les dirá a mis familiares que estoy loca, que claramente tengo un problema. Se decepcionará y me mandará a un psiquiátrico, para que me examinen, o peor aún, para que me internen y vigilen todo el día, todos los días. Terminaré por realmente volverme loca. Fin. Con esto en la cabeza, decidí comerme cuando estuviera sola.
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Cuando llegó el momento, no dudé. Estaba segura de que quería tomar ese siguiente paso en esta relación tan especial que establecí con mi cuerpo, conmigo misma. Simplemente esperé a que el aceite se calentara lo suficiente y metí la punta de mi meñique. El dolor no duró mucho, porque mi mente me bombardeó con endorfinas. Pero lo mejor fue cuando por fin me probé. Aunque mi uña impidió que se cocinara del todo mi dedo, pude comer un poco de mí. Todo mi cuerpo se estremeció con el placer que me provocó este acto de amor. Pensé que nadie más me podría hacer sentir así. Ese sentimiento y esa sensualidad incluso alcanzó tintes sexuales. Ese pedazo de mi ser olía tan bien, lucía dorado, hermoso y sabía delicioso.
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Siempre he sido carnívora. Me encanta saborear la carne de un animal, principalmente de la res, en término medio, que combina perfectamente la suavidad rosada del centro con lo asado del exterior. Pero nada se le compara a mi carne, cocida o cruda. No necesita término, ni siquiera estar salpimentada, tiene su propia sazón natural. A veces me gustaba comer mi carne cruda, otras cocida y algunas más hervida, pero jamás la condimentaba o acompañaba con algún otro alimento. Me enamoré de mi cuerpo, de lo que me podía dar y de lo mucho que me deleitaba.
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Interior, 2019 de Pilar Bedoya Gómez
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Desgraciadamente para mí, ya no pude parar. Continué comiendo mis pellejos, cueros y costras que desprendía de mi cuerpo, pero empecé a leer libros de medicina para poder comer otros pedazos sin la necesidad de ir con un doctor y tener que dar explicaciones. Tuve que aprender qué partes podía cortar para no desangrarme y cómo curar y cauterizar mis heridas. El dolor nunca me detuvo, ya que mi mente aceptaba mi práctica amorosa y me anestesiaba.
El sabor de todas mis partes tenía un mismo tono, pero con diferentes notas, lo cual disfrutaba mucho. Yo me satisfacía a mí misma, gastronómica, sexual y psicológicamente. Me di cuenta de que sólo necesitaba de mí para sobrevivir, y eso me hacía sentir poderosa. Sólo esperaba ese momento en el que verdaderamente alimentara mi cuerpo y mi espíritu.
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Empecé a tomar decisiones que giraban alrededor de mi hábito alimenticio. Me mudé de la casa de mis padres y comencé, poco a poco, a aislarme del mundo exterior, de mi familia y de los pocos amigos que tenía. En el trabajo era cordial, pero no hablaba con nadie acerca de mi vida personal. Aunque no ganaba mucho dinero con mi trabajo, me alcanzaba para solventar mis gastos básicos. Además, comía más por necesidad, así que era frugal en mi despensa.
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Pasó el tiempo y, cuando me di cuenta de que lo único que disfrutaba en realidad era comerme, de que esta era mi razón para vivir, decidí ir más allá. Hice los cálculos necesarios, y después de ahorrar durante muchos meses, pude darme el lujo de renunciar a mi trabajo para vivir al máximo. A partir de ese momento, ya no salí, ya no volví a ver a nadie más; estaba sola, para gozarme. En esos últimos días, sacié el hambre que tenía de mi ser. Me devoré, con todo el amor incondicional que me tengo, como cuando una madre les demuestra a sus hijos su amor y dedicación a través de la comida. Nutrí mi estómago, mi corazón y mi mente. Viví plenamente esos últimos días, amándome a mí misma.