Ónfalo
por Liliana Hernández
sábado, 24 de octubre de 2020
Amalia despertó en un grito. Mientras lograba ubicarse en su propia recámara más aterrada se sentía. Se empezó a atragantar con sus propias lágrimas y saliva, no dejaba de gritar. De la habitación vecina salió disparada su hermana Amelia, pues creyó que se trataba de una pesadilla. En un primer intento por preguntarle qué le ocurría, Amalia la desconoció y siguió llorando desconsolada. Pronto Amelia le preparó un té y se lo dio mientras le secaba las lágrimas y el sudor de la frente, pero no funcionó. Como Amalia seguía gritando y llorando sin poder articular palabras, Amelia decidió untarle la pomada de granada en todo el cuerpo, una vez más sin respuesta. Finalmente, Amelia decidió macerar un puñado de ruda con alcanfor para ponérselo en las sienes. También le intentó cantar una canción que ella recordaba, y nada. Amalia ahora estaba sin fuerzas y deshidratada de tanto llorar y gritar. Fue entonces cuando Amelia la tomó fuerte de las manos y se animó a decirle que el doctor venía en camino. Esto tranquilizó mucho a Amalia, pues no dejaba de pensar en el dolor tan intenso que sentía: algo le recorría todo el cuerpo. Por más que se ponía la mano en el pecho y creía por fin atrapar aquello que le lastimaba, cual animalejo le saltaba pronto y sentía una punzada en el otro extremo del cuerpo… se sentía tan desesperada que estaba dispuesta a beber lo que le dieran.
Cuando el doctor entró a la habitación, tardó alrededor de una hora revisando a Amalia. Afuera el silencio perenne sosteniendo el ruido de la cafetera, tan vieja que desprendía el aroma del camposanto entero. A las siete en punto el doctor, pálido y azorado, le pidió a Amelia que entrara, sin ninguna palabra se limitó a mostrar el vientre de Amalia, con el índice derecho le señaló justo en el centro…—¿Qué tiene mi hermana doctor? —Preguntó Amelia con miedo
Fotografía de Andrea Silerio
—Es lo que no tiene, diría yo—respondió desesperado el galeno— ¿Es que no se da cuenta? No tiene… no le… no le salió ombligo
Amelia, paralizada y sin palabras, no podía dejar de mirar a su hermana, que a esa hora de la noche y después de tremenda crisis, por fin había caído dormida. Mientras, de forma presurosa el médico guardó su estetoscopio y otros instrumentos, se alejó de las hermanas y antes de salir les advierte que se trata de brujería, que es inaudito y que nunca había visto un caso así. Le augura la muerte a Amalia.
Y así pasaron las primeras semanas tras lo ocurrido, Amalia dejó de gritar y llorar a todo pulmón, es más, perdió el habla y se limitó a pasar los días encerrada en su cuarto. Amelia estaba distraída, se le iba la vida en preguntas ¿Cómo era eso posible?, ¿Por qué no se habían dado cuenta? ¿Se trataría de un castigo? Los bebés nacían sin un dedo, con mechones de pelo blanco, enfermos de muerte, ¿pero sin un ombligo?… Luego de nacer se forma el ombligo, como una rosa enterrada entre la piel. Los meses pasaron, Amelia pasaba el día entero en la cocina bebiendo el café herrumbroso, evitaba que sus párpados cedieran a las tinieblas que ahora invadían la casa. Dejó de ver a su hermana, de llevarle la comida, incluso dejó de probar bocado ella misma.
A los nueve meses de lo ocurrido, las hermanas eran un fantasma en el pueblo, ya nadie las veía por las calles, la iglesia o el mercado…de alguna manera, dejaban su huella por su ausencia. Una mañana de verano Amelia cayó enferma, una vecina que en realidad era una especie de hierbera, la encontró anémica y le mandó varios tés. Así pasaron las lunas de julio una tras otra, de repente Amalia se levantó de la cama y fue a buscar a su hermana, a quien vio en cama y moribunda, sin probar ni comida, ni tés, ni su famoso rosario milagroso. Lo único que se le ocurrió a Amalia fue sentarse a su lado, agarró el librito rojo y empezó a leerle día y noche; bien dicen que leer es una forma de religión, entonces digamos que le rezaba. Algunos días Amelia parecía recobrar fuerzas y mejoraba, pero la vida no nos pertenece y el viento pronto se llevó su último aliento.
Cuando pasó un mes de la muerte de su hermana, Amalia decidió salir de casa y bajar al río. Iba más en calidad de espectro, aprendiendo a caminar, empezando a respirar. Titubeando se desnudó, dejó su vestido colgado de un árbol y metió sus pies en el río; le caló el acero filoso en su piel pero continuó sumergiéndose en lo profundo del agua, así estuvo unos minutos dejándose flotar…
Cuando salió del agua era un bulto de carne empapado, con los cabellos alborotados y con hojas enredadas por doquier, tomó el vestido y mientras iba abotonándose se descubrió una herida: ahí justo en el centro, su ombligo.
Amalia baja cada mes al río sólo para comprobar que ahí, entre los pliegues del ombligo, sigue su hermana.
Marcia